Esta imagen que se compone de tres escenas reflejan una sola unidad en la vida de Jesús: la humildad. El nacimiento de Jesús a los pies del altar, la muerte en cruz sobre el altar y el cuerpo eucarístico de Cristo en el altar.
El misterio del nacimiento del Hijo de Dios nos pone delante del majestuoso primer gesto de despojamiento de Dios mismo. San Pablo en la carta a los Filipenses 2, 7 dice: “Sin embargo, se anonadó á sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante á los hombres”; otra traducción dice: “Se despojó a sí mismo tomando forma de siervo”. Así es, el Verbo De Dios, la segunda persona de la Trinidad, se tomó nuestra condición humana, se hizo hombre, vino a los suyos, e hizo su morada entre nosotros (S. Juan capítulo 1).
No retuvo su condición de Dios, sino que se abajó haciéndose igual a nosotros tomando la carne de una mujer judía llamada María.
El nacimiento en la humildad de un pesebre marcaría todo el camino de la vida de Jesús hasta su propia muerte en la ignominia de la cruz.
La segunda escena, en la parte superior del altar, vemos la meta final de la vida de Cristo. En la bajeza del pesebre de Belén se prefiguraba que Jesús acabaría muriendo como un ladrón. La pobreza de los pañales que envolvían a Jesús hablaban ya de la desnudez de Cristo en el Madero. (“Y esto os será por señal: hallaréis al niño envuelto en pañales, echado en un pesebre.” S. Lucas 2, 12).
La cruz, castigo de ladrones, despojado de todo, incluso de su dignidad como hombre. Clavado en el monte Golgotha, fuera de la ciudad Santa, porque merecía lo peor... se le quitaba todo para que resplandeciera la excelencia del Amor divino. Ahí, en la cruz, solo resplandece la grandeza del amor. Le quitaron todo menos la posibilidad de amar hasta el final: “Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y partiendo sus vestidos, echaron suertes.” S. Lucas 23, 34).
La tercera escena es el altar. El altar donde reposa el cuerpo eucarístico de Cristo. Parece que el altar divide toda esta imagen, pero sin embargo unifica toda la vida de Jesús desde el inicio al final, desde el nacimiento en Belén a la muerte en cruz. La eucaristía refleja la humildad total de un Dios que esconde su gloriosa divinidad bajo la especie del pan. (“Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi carne, que daré para que el mundo viva.” S. Juan 6, 51). El cuerpo glorioso de Cristo no solo se hace alimento para nuestra vida, sino que también se hace camino para quemen lo come. Así dice la liturgia de la Iglesia: “Llegar a ser aquello que comulgas”. La eucaristía es nuestro camino y nuestra meta. Entregarnos generosamente a los demás por amor, despojándonos de todo egoísmo y soberbia. Alcanzar mediante el camino de la humildad llegar a ser solo amor entregado y amor alimento para los demás.